A principios del siglo XX, en la Patagonia austral, comenzó a circular una historia que heló la sangre de los argentinos: la existencia de una banda de “caníbales” mapuches que, en una serie de brutales ataques, supuestamente asesinaron y devoraron a un centenar de “mercachifles” —vendedores ambulantes sirio-libaneses conocidos popularmente como “turcos” por sus carretas de ventas itinerantes. Entre 1904 y 1909, los crímenes se atribuyeron a una cofradía de bandidos que acechaban a estos trabajadores en las rutas alejadas. El comisario José Torino encabezó una persecución implacable, capturando a casi ochenta personas y afirmando que el grupo, bajo el mando de una indígena conocida como Macagua o “la machi”, hacía rituales caníbales: extraían corazones, genitales y testículos, con restos asados en ceremonias para fabricar amuletos y fortalecer supersticiones. Recortes de Caras y Caretas describían con horror los detalles macabros: "antes de comer un pedazo del corazón del turco José Elías, Julián Muñoz les dijo… sabíamos comer corazones", y explicaban que "se molían huesos para hacer gualichos”.
Los mercachifles eran vendedores que llegaban desde Neuquén o General Roca, transitaban la meseta patagónica en mulas cargadas con telas, ropas y utensilios, anunciándose con silbatos o “chifles” para ofrecer sus productos. Su desaparición se convirtió en escándalo cuando varias de estas personas nunca regresaron: una de las primeras denuncias fue la de Salomón El Dahuk, en abril de 1909, que extravió al comerciante José Elías y su peón Kesen Ezen en El Cuy. La policía halló mulas solas y comenzó a rastrear. Así nació la leyenda: el Paraíso de Macagua, la banda y sus rituales. Con supuestas confesiones bajo tortura, se presentó un caso de horror ancestral, difundido como prueba y justificación de represión estatal.
Te podría interesar
Pero hoy, lejos de aquel relato sensacionalista, la evidencia académica sugiere que todo fue más mito que mito, mucho más propaganda que verdad.
Primero, el relato original dependía casi exclusivamente de una versión policial, con testimonios obtenidos bajo tortura de presos indígenas, sin corroboración independiente. Por ejemplo, el detenido Juan Aburto, joven mapuche, aportó pistas que llevaron a más arrestos, pero no a cuerpos ni pruebas concretas, sólo objetos robados.
Además, de la banda supuestamente comandada por Macagua, nunca hubo una captura real. El comisario Torino nunca la apresó; al contrario, se difundió que murió postrada, enferma, y luego fue protegida por “un poderoso patrón”. Varios de los arrestados murieron bajo custodia por malos tratos y torturas, y al final el propio Torino enfrentó acusaciones judiciales por abuso de poder .
Historiadores modernos destacan que no hay registros fidedignos de restos humanos, sitios de enterramiento, informes forenses—solo notas sensacionalistas en prensa de la época. Muchas de estas crónicas volcaban imágenes y crímenes espeluznantes sin pruebas físicas reales, con el claro propósito de alimentar una narrativa de amenaza indígena .
Este mito no surge al azar. Se enmarca en el contexto de un Estado nacional que, luego de las campañas militarizadas como La Conquista del Desierto, avanzaba para afianzar su presencia territorial y justificar su autoridad:
Las afirmaciones sobre canibalismo eran una herramienta poderosa para deshumanizar al pueblo mapuche, apuntar su resistencia como “salvaje” y así legitimar acciones violentas y desposesión territorial.
El susto colectivo generó respaldo social para reforzar la policía en regiones remotas, consolidar infraestructura estatal y asegurar rutas, en perjuicio de poblaciones autóctonas.
También permitió sofocar una comunidad migrante —los mercachifles— a través del temor xenófobo, justificando actos arbitrarios en nombre de la seguridad pública.
En esa construcción política-social, se reutilizaron estereotipos antiguos: pueblos originarios “feroces”, cuerpos extraños, brujería (Macagua, la machi adulada). Se encarnaron miedos en leyendas horrorosas que encubren abusos reales: torturas, violencia institucional, desplazamientos.
La historia de los “caníbales de la Patagonia” no es solo una trama de horror, sino un espejo histórico: una narrativa manipulada que sirvió para justificar proyectos estatales, legitimar la violencia contra pueblos originarios y discriminar migrantes.
Hoy sabemos que la evidencia en favor de esos crímenes rituales es extremadamente débil—sin restos mortales, con testimonios dudosos, y surgida de diarios amarillistas. En cambio, hay registros claros de tortura, abusos de poder, desapariciones forzadas entre los detenidos y al menos 80 muertos tras la cacería policial .